El ex Presidente argentino Néstor Kirchner , esposo de la actual mandataria Cristina Fernández, Secretario General de la Unasur y potencial candidato del peronismo para 2011, A los 60 años, murió en El Calafate, Santa Cruz. Sufrió un paro cardiorrespiratorio y no pudo ser recuperado.
Su muerte -a los 60 años- conmocionó al país, justo cuando comenzaba el feriado por el Censo. Y teniendo en cuenta que la figura de Kirchner -y todo el movimiento generado a su alrededor, tanto en el PJ como en sector afines- ha sido la dominante en la política argentina desde el 2003, cuando asumió la presidencia.
Condujo al país a la salida de la crisis, en el 2003 y durante su gestión renovó la Corte Suprema de Justicia, renegoció la deuda externa y le dio un gran impulso a la política de derechos humanos. Luego, impuso a su esposa Cristina como su sucesora, confrontó -y perdió- con el campo y en los últimos tiempos atacó con dureza a los medios independientes.
Decenas de miles de ciudadanos comenzaron a movilizarse ayer al mediodía hacia la Plaza de Mayo y preparan el último adiós al ex presidente. Mientras todos los sectores del país -políticos de todas las tendencias, religiosos, empresariales, artísticos y sociales- difundieron sus mensajes de pesar, más allá de eventuales diferencias que pudieron haberse manifestado antes.
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El hombre que nunca abandonó el poder
Nunca ganó una elección nacional y nunca dejó el poder desde que se encaramó en él. Podrán decirse muchas cosas de Néstor Kirchner, pero no que le faltó genio para construir un imperio político desde las ruinas.
En 2003 le ganó Carlos Menem y en 2009 lo superó Francisco de Narváez. El kirchnerismo ganó las elecciones de 2005 y de 2007, pero él no fue candidato en ninguno de esos comicios.
El desierto del que venía lo obligó, tal vez, a una vida excepcional. Todo giraba en torno de él, bajo su presidencia o cuando la jefatura del Estado la ejercía su esposa. Su estilo de gobierno convertía a los ministros en meros conserjes sin decisión propia.
Desde que se aferró al poder, fue, al mismo tiempo, gobernador de cualquier provincia, intendente de cualquier municipio del conurbano, ministro de Economía, jefe de los servicios de inteligencia, ministro de Obras Públicas y de Defensa, canciller y productor ejecutivo de los programas televisivos que lo adulaban. "Así, enloquecerá la administración o terminará con su vida", colegía, premonitor, uno de los ministros a los que echó pocos años después de llegar al gobierno.
Fue, también, más que eso. Hasta marzo de este año, cuando cambió la relación de fuerzas parlamentaria, ejerció de hecho la titularidad del Poder Ejecutivo y del Legislativo, fue el jefe fáctico de los bloques oficialistas de senadores y diputados y titular de las dos cámaras del Congreso. De alguna manera, se hizo al mismo tiempo de la dirección de una porción no menor del Poder Judicial, con la excepción de la Corte Suprema de Justicia. Siempre cargaba bajo el brazo una carpeta con la información última sobre la marcha del Estado; esos datos no eran certeros y, muchas veces, sobresalían más por el error que por el acierto. Su objetivo no era la verdad, sino colocarla a ésta en la dirección en que estaba su sillón.
"Quiero dejar la presidencia, caminar por la calle y que la gente me salude con un "buen día, doctor", solía decir cuando conversaba con frecuencia con periodistas que lo criticaban. Entonces era presidente. Cerraba ese diálogo y abría otro con sus habituales lugartenientes. "Mátenlo", les ordenaba; les pedía, así, que incendiaran en público a algún adversario o a algún kirchnerista desleal para sus duros conceptos de la fidelidad. Nunca podrá saberse si aquel era un combate entre el deseo y el carácter, en el que siempre perdía el anhelo, o si el deseo era sólo una expresión fingida ante los oídos de un interlocutor diferente.
"Mátenlo", era una palabra que usaba frecuentemente para ordenar los castigos públicos. Era el propio Kirchner el que elegía quién diría qué cosa de quién. Los amigos se convertían en enemigos con la rapidez fulminante de un rayo.
Nada les debía a sus ex colaboradores, que habían dejado en el camino partes importantes de su vida para servirlo. Sus afectos estaban reducidos al pequeño núcleo de su familia, a la que realmente quiso con devoción, más allá de las discusiones y discordias con su esposa. "La familia es lo único que la política no destruye", repetía el viejo destructor de vínculos afectivos.
Sabía aprovechar con maestría la debilidad del otro para caerle con la fuerza de un martillo. El caso más emblemático es el de George W. Bush. Conoció a Bush cuando era un líder muy popular en su país, insistió con que quería acercarse a él, lo visitó en la Casa Blanca y lo tranquilizó diciéndole que era no izquierdista, sino peronista. Ese romance duró hasta la cumbre de Mar del Plata en 2005, cuando Kirchner vapuleó imprevistamente a un Bush pasmado por la sorpresa. ¿Qué había pasado? La fatídica guerra de Irak había convertido en jirones la popularidad del presidente norteamericano.
"No es popular estar cerca de él en estos momentos", explicó luego con el pragmatismo desenfadado del que hacía gala. La popularidad del otro era el índice de su simpatía.
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